6 de mayo de 2010

Corría por las calles oscuras de la ciudad como si eso fuera a servirle de algo. Como si corriendo pudiera alejarse de aquello que tanto mal le hacía. Como si corriendo pudiera huir de sí misma. Sentía como la sangre bombeaba en sus venas y como el aire entraba y salía casi con furia de sus pulmones. Sentía cómo las lágrimas caían por sus mejillas pero le era imposible determinar si eran producidas por su desesperación, su odio al mundo, su odio a sí misma; o simplemente por el frío. Probablemente fuera una combinación de todas ellas porque ese frío imperante le helaba la piel tanto como la tristeza le helaba el alma, y se había cansado de no querer sentir.
Decidió que correr no era la solución. Se detuvo un momento y se rodeó el cuerpo con los brazos. Temblaba. El único sonido que escuchaba era el de sus dientes al chocar unos contra otros, y el del aire al entrar y salir entrecortadamente de su boca.

Miró al cielo un instante, preguntándose por qué razón estaba en ese lugar. Mil interrogantes acudían a su mente al elevar la vista al infinito, pero ya no le quedaban fuerzas para ponerlos en palabras. Simplemente, se sentía hipnotizada por el misterio de las estrellas, sentía esa misma sensación inexplicable de nostalgia, de no estar en el lugar al que pertenecía, de no saber quién realmente era, de querer algo más del mundo de lo que estaba recibiendo, pero no saber qué. De no estar segura de su nombre. De no estar segura de lo que sus ojos veían, de lo que sus oídos escuchaban, del suelo que la sostenía.
Casi por inercia, comenzó a caminar. No tenía idea de adónde se dirigía pero cualquier cosa era mejor que esa quietud y esa soledad y ese frío agobiante. Enloquecía al tratar de encontrar algo que llevara su mente lejos de esos interrogantes y esos recuerdos que carcomían su conciencia y no la dejaban respirar. Se concentraba en cada paso que daba, escrutaba cada sombra, con tal de contener los pensamientos que desbordaban su mente.
Sentía que ya no estaba atada a nada, que no había nada en su vida que la retuviera a permanecer. Que si era capaz de vivir con eso que la destruía segundo a segundo, podría vivir con cualquier cosa. Se dio cuenta de que se acercaba al mar al oír el batir de las olas al romper.
Miró sus manos blancas a la luz de la luna y súbitamente pensó en el mundo. Pensó en la vida. Pensó en el cielo. Pensó en la muerte. Pensó en su existencia. Pensó en el mar, tan cercano, y tan lejano. Pensó en ella, en quien creía ser. Pensó en el hielo, el fuego, el odio y el amor.
Pensó en su tristeza infinita, y en que la inmensidad del universo podía fusionarse con ella, porque su constante desolación y su miedo a perderse (a seguir perdiéndose) sólo podían ser contenidos por un cielo infinito, por un mar en calma.

Una ráfaga de viento aclaró sus ideas dispersas. Sus pensamientos revivieron de su obligado letargo. Su respiración se regularizó y reflejó la determinación inquebrantable de su corazón. Su cuerpo se olvidó del frío y su alma supo al fin qué era eso que buscaba. Caminó en dirección al océano. Casi podía sentir como la desesperación se desvanecía, como si su mente supiera que pronto todo terminaría. Que pronto concretaría sus anhelos. Que la solución que desde hacía tanto tiempo la rehuía, estaba ahora al alcance de sus manos.
Vio el horizonte iluminado por la luna, y el reflejo de ésta en el agua, y, sorprendida, se descubrió maravillada por lo que estaba observando. Y esa sensación de alegría, le era tan desconocida que hizo flaquear su certeza por un momento, pero al instante se dio cuenta que eso mismo era lo que buscaba. Que quien ella era, y hacia donde su vida se dirigía, y el sentido de su existencia coincidían exactamente con ese impulso imparable que seguía sintiendo. Se acercó al acantilado. Miró por última vez la maravilla del universo, pero sin interrogantes ya. Conocía la respuesta y sabía, en lo más hondo de su ser que ésta vez no se equivocaba. Miró a las estrellas, miró el ondular de las hojas de los árboles que bailaban con el viento, miró las olas, miró sus manos blancas y por último, miró al horizonte. Respiró profundamente y se lanzó al vacío.
Sintió libertad, sintió paz, sintió la inmensidad en cada parte de su escencia. Y qué lindo era sentir. Sintió con todo lo que ella era en el momento exacto en el que creía que ya no era capaz de sentir más nada. Olvidó su dolor. Olvidó quién creyó ser. Olvidó su cuerpo. Olvidó el odio. Olvidó la muerte. Olvidó al olvido. Se sintió completa. Y en el momento exacto en el que su cuerpo debió impactar contra el agua, voló.

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