Miraba sus manos. Las contemplaba, estudiaba, analizaba. Las desmontaba en partes para incorporar cada pequeño detalle y volvía a armarlas para apreciar la armonía del todo. Se fascinaba con cada ramificación y cada extensión y cada vena, y cada movimiento de los tendones al extender los dedos. Súbitamente apreció como al realizar ese movimiento sentía algo nuevo, algo a lo que no había prestado atención. Sentía como su mano se entrelazaba y se fundía en la de él, sentía que su propia mano mutaba y sufría una metamorfosis que convertía a esas dos manos entrelazadas en una sola. Sentía como esa parte de él se transformaba lentamente en una extensión de sí.
Retiró su atención de su mano. La centró en sus ojos. En los ojos de él.
Siempre lo miraba como si jamás lo hubiera visto antes. Lo miraba y lo redescubría a cada segundo. Se concentraba en esos ojos en los que adoraba sumergirse, esos ojos en los que el tiempo se desdibujaba y todo el universo se reducía a dos miradas conectadas, dos miradas que como las manos, eran una sola. Miraba en detalle, dilucidaba la expresión de las cejas, y se preguntaba qué pensamientos de madrugada en vela eran responsables de esas ojeras casi invisibles, pero siempre presentes. Examinaba una a una las pestañas, negras, largas, que enmarcaban esas pupilas que eran su océano favorito, en el que se sumergía una y otra vez, en el que siempre encontraba la calidez que buscaba desde lo más profundo de su escencia.
Y una vez que emergía a la superficie hallaba que esos ojos le devolvían la mirada y buceaban en los suyos y las miradas se conectaban y se fusionaban y cada vez eran más un mismo ser.
Sentía a sus corazones latir al unísono. Y nada podría jamás separar a esos ojos. Sentía sus manos unidas como si siempre hubieran estado así. Recordó que tenía otra mano y lentamente, recorrió el brazo de él, hacia arriba, desde la muñeca, rozando el codo, llegando al hombro, enroscando los dedos en su pelo, sintiendo su textura. Casi involuntariamente, manteniendo la mirada, apoyó su frente en la de él. Sintió que su mano se posaba lentamente en la base de su garganta, sintió sus dedos recorriendo su cuello. Suspiraron al unísono y ambos alientos se unieron en el aire. Se acercaban. Se medían. Se sentían. Ella bajó la mirada hacía esa boca eternamente soñada. Sintió la electricidad esparciéndose por el aire.
Y al segundo siguiente, dejó de recordar. Volvió a su realidad. Y otra vez lo sintió esfumarse, como cada noche. Y otra vez se quedó con el aroma de su aliento perdido entre sus cuerdas vocales. Otra vez se quedó con las manos despojadas de su sostén y los ojos perdidos en la nada de la ausencia, y los labios con ese reconocido sabor a soledad, y la habitación llena de silencio en dónde otra vez se negaba a percibir el ruido de ese corazón, que ya no tenía con quién latir.
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